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jueves, 2 de abril de 2009
UNA VIDA PARA LA COMUNIÓN EN LA IGLESIA
ROUCO
Una vida para la comunión en la Iglesia
Por José Francisco Serrano Oceja
Sólo quien es un miope conceptual, o un ingenuo patológico, cree en las causalidades de y en la historia. Ortega y Gasset se entregó a diseccionar el devenir desde la perspectiva de las generaciones; pretendió explicar eso tan moderno del progreso a partir de la periodificación como síntesis de las corrientes de pensamiento, de la vida, de la cultural, de las posibilidades. No han sido pocos los que a la hora de acercarse a la vida de un hombre relevante han utilizado el método de las generaciones para ayudarnos a entender el sentido de lo hecho y de lo dicho.
No va a ser el caso que nos ocupa. Como todo es aceleración, ya no estamos para dividir el tiempo en capítulos de un libro de cinco, diez, quince, veinte páginas. Para explicar al gran público cuál es el secreto de la vida del arzobispo de Madrid, cardenal Antonio María Rouco Varela, no hace falta que nos deslumbremos por la luminosidad del contexto, de los nombres y de los hombres que le han acompañado durante su existencia. Vayamos a lo esencial, no vaya a ser que de tanto girar por la historia, nos mareemos.
Durante el pasado fin de semana, hemos celebrado las bodas de oro sacerdotales de un hombre, de un sacerdote, de un cardenal, elegido por Dios para regir, como padre y pastor, la comunión de la Iglesia, la comunión de los hombres con el Evangelio y de los hombres entre sí. Por más que nos empeñemos en diseccionar sus textos, en discernir sus trayectorias, el secreto siempre está en el corazón, y en lo que allí se guarda. Un corazón que desde niño apostó a fondo por sentir y gustar a Cristo en su interior, con el deseo, realizado desde hace cincuenta años, de ser otro Cristo, el mismo Cristo, con sus gestos, con sus palabras.
No podemos negar las evidencias en la vida del cardenal Rouco. Muchos contemporáneos se preguntarán –algunos con no claras intenciones– quién es el cardenal Rouco, cómo se ha formado y conformado quien representa la imagen pública de la Iglesia en la España contemporánea. No debemos obviar que la trayectoria de su formación humana, espiritual, teológica, intelectual, discurre no muy alejada de los núcleos en los que se han formulado lo más granado de la respuestas a las preguntas de la historia de España y de Europa. Si a la raíz de una familia católica, que vive una fe consciente y espontánea, profundamente arraigada, sumamos la formación clásica, en todos los sentidos, de un seminario español de postguerra, el de Mondoñedo, nos colocamos en la mejor posición para acercarnos a una universidad en la que la teología está teñida de sentido de fe y de experiencia de vida, la de Salamanca. De la España que se hace cultura fecunda como expresión de trascendencia, histórica, geográfica, literaria, espiritual, peregrinó el joven sacerdote hacia la Europa del pensamiento, de la renovación, del auténtico diálogo con la modernidad, nacido del fracaso de las ideologías totalitarias, a la Alemania de la también postguerra. Allí el cardenal Rouco se encuentra con un presente y un futuro que recupera la esencia del cristianismo –la gran pregunta de la teología– y la pregunta por la identidad de la propuesta cristiana, en las clases de Klaus Mörsdorf, de Romano Guardini, entre otros. En Munich se topa con la reflexión sobre el esqueleto de la fe, el cuerpo de la fe, que es el Derecho Canónico, núcleo de salvaguarda de la identidad de la revelación, y que no ha sufrido los embates y las infiltraciones de la modernidad. La concepción teológica de la fundamentación del Derecho Canónico es una expresión del encuentro con una ciencia, que es teología y algo más que teología, que nos ha ayudado a entender la naturaleza de la Iglesia, y por ende de lo cristiano, más allá de las quiebras generadas por las contaminantes cosmovisiones sociológicas o ideológicas en la propuesta cristiana. Cuando llegó el Concilio Vaticano II, el cardenal Rouco habría recorrido la distancia, como diría Benedicto XVI, de una hermenéutica del Concilio en la continuidad y no en la ruptura. Indudablemente, aquí debemos establecer un paralelismo con la vida y el pensamiento de Joseph Ratzinger, quien en la carta autógrafa al arzobispo de Madrid, con motivo del aniversario que estamos glosando, nos ha legado una de las más bellas páginas de sentido de Iglesia, de comunión de Iglesia que hemos podido leer en los últimos años.
Este apasionamiento por el corazón de la Iglesia le ha permitido al cardenal Rouco educarnos en la pedagogía de la libertad frente a toda amenaza totalitaria. Y así hay que leer los grandes documentos de su período como presidente de la Conferencia Episcopal Española, desde el dedicado a la valoración moral del terrorismo hasta el que habla de la teología a los cuarenta años del Vaticano II. Dios nunca abandona a su pueblo; Dios nunca abandona a la Iglesia. Dios siempre da más; Dios envía los hombres que necesita la historia para que la historia sea lugar de la presencia y de la comunión con Dios.
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