PLANIFICACIÓN CENTRAL
El capitalismo de Davos: la pesadilla de Adam Smith
Por Michael Miller
En La Riqueza de las Naciones, Adam Smith advirtió que "Los comerciantes del mismo gremio rara vez se reúnen, siquiera para pasar un buen rato, sin que terminen conspirando contra el público o por alguna subida concertada de precios". Las tretas de los grandes empresarios durante el año pasado, que provocaron una seria pérdida de confianza en el mercado y un llamamiento a una mayor intervención pública, demuestran la actualidad de la admonición de Smith.
Por desgracia, el problema va más allá de Fannie Mae, Freddie Mac, Merrill Lynch, AIG o cualquier compañía que ocupe los titulares en estos días.
Smith, que publicó su obra maestra en 1776, criticó la colusión empresarial, pero hoy estamos sufriendo algo mucho peor: no ya la colusión entre empresarios, sino la colusión entre las compañías y los gobiernos en la ciudad suiza de Davos. La peor pesadilla de Adam Smith.
Esto no es un libre mercado capitalista, sino el "capitalismo de Davos", un capitalismo corporativo dirigido por una elite iluminada de políticos, empresarios, gurús de la tecnología, burócratas, académicos y celebridades: todos juntos intentando que la economía mundial sea más sofisticada y humana. Podría incluso ser, tal y como proclamó Bill Gates el año pasado, un capitalismo más "imaginativo".
El último Samuel Huntington acuñó el término "el hombre de Davos": un hombre sin alma, tecnocrático, apátrida, sin cultura y apartado de la realidad. La moderna economía engendrada por el capitalismo de Davos carece igualmente de alma: un capitalismo gerencial que lo reduce todo al economicismo y a las matemáticas y que se separa de la acción humana y de la creatividad.
Y con ello volvemos al hombre de Davos. ¿Quién no quedaría impresionado por la puesta en escena del encuentro anual en Davos, una estación de esquí suiza? Correctamente vestidos, elocuentes, ricos, famosos, republicanos, demócratas, conservadores, laboristas y socialistas: todos bien conectados, poderosos y brillantes.
Pero lo curioso es que tras el colapso del capitalismo gerencial, los directivos y los tecnócratas han perdido la fe en los mercados... y no en ellos mismos. Ahora quieren que les confiemos el futuro de la economía más todavía de lo que ya lo veníamos haciendo.
Si lo logran será gracias a una confusión muy extendida: el capitalismo de Davos se ha equiparado con el libre mercado. Si bien este error está presente en ambos partidos desde hace varias décadas, la mayor parte de la confusión procede del trabajo que realizaron los nuevos demócratas y los nuevos laboristas a principios de los 90. La Unión Soviética había desaparecido y la economía keynesiana en Europa y Estados Unidos había fracasado. Dado que era políticamente inaceptable emplear el lenguaje de la planificación central, algunos políticos astutos como Bill Clinton y Tony Blair empezaron a utilizar un lenguaje amistoso hacia el mercado. Se referían a "mejorar el capitalismo", "dirigir la globalización", "que el Gobierno trabaje con los empresarios" o "asociaciones público-privadas". Utilizaban un lenguaje favorable al mercado para implantar su capitalismo corporativo y gerencial.
Fue una trampa en la que cayeron muchos defensores de los mercados libres. Y por ello, muchos en la actualidad creen que los mercados libres han fracasado. Pero no. El primer paso para la recuperación es describir correctamente el problema.
Que el capitalismo de Davos resulte atractivo es comprensible: gente brillante que soluciona nuestros problemas y pone fin a la pobreza global y a las vicisitudes del libre mercado. Es el sueño, en palabras de T. S. Eliot, "de sistemas tan perfectos en los que nadie necesita ser bueno". Pero ese sistema no existe. La moralidad es imprescindible. Ni siquiera habría funcionado si los hombres y mujeres que se reunieron en Davos hubiesen sido realmente los mejores y más brillantes del mundo. Y es que ningún grupo es lo suficientemente bueno, inteligente o profético como para dirigir centralizadamente los miles de millones de oportunidades y elecciones que se producen a cada instante en el mercado.
Tendemos a concebir el mercado como una fuerza inanimada y a la economía como un tipo de alquimia donde sólo los más brillantes son capaces de adivinar qué esta pasando. Pero los mercados no son inanimados, sino que consisten en relaciones personales. Los tejemanejes tecnocráticos de personas como Greenspan, Paulson, Geithner y Bernanke o de Clinton-Bush-Obama para controlar la economía parece que han dejado claro que estos directivos tienen poca más información que nosotros. Ya hemos probado la ilusoria Tercera Vía (se llama Davos) y ha fallado.
Había una alternativa, pero no la hemos probado. Si los mercados hubiesen operado en libertad, habrían reflejado y reaccionado ante la realidad; en cambio, el intervencionismo gubernamental protegió a los individuos y a las empresas de sus decisiones y al hacerlo perpetuó una sociedad adolescente y egoísta.
El objetivo de la libertad económica no es alcanzar un equilibrio social entre productos y consumidores. La libertad económica es importante porque crea un espacio para que la gente pueda practicar su libertad, cuidar a su familia y cumplir con sus responsabilidades. La libertad económica es necesaria porque le permite a la gente asumir riesgos y crear prosperidad material. Pero tanto uno como lo otro necesitan de virtud individual y moral para ser viables y no de una cultura adolescente que persigue sus caprichos o de una cultura separada de las raíces históricas, de los sacrificios y de las luchas de nuestros padres con su espíritu y dedicación a la libertad.
Lord Acton escribió: "La libertad es el fruto delicado de una sociedad madura". Tenemos que empezar de nuevo y reconstruir la cultura moral: una cultura que esté comprometida con la verdad, la responsabilidad y la profundidad espiritual de la que carece el hombre de Davos. Nuestra libertad depende de ello.
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