Donde la crisis es más crisis es en esas largas colas que se forman en las oficinas del INEM. En medio de la tormenta, surge la idea, siempre reiterada por los empresarios, de abaratar los despidos hasta acercar su coste a cero, como en Estados Unidos, donde uno coge una caja de cartón, guarda sus tres lápices -aquí son bolígrafos y así nos ahorramos el sacapuntas-, el marco con la foto de su mujer y los niños y se marcha por donde entró sin más que un lacónico adiós. También acaban de decir que nada de subidas salariales por encima del 1% con lo cual los españoles serán un poco menos ricos porque tendrán menos dinero con el que comprar. Y cada día nos desayunamos con un nuevo Expediente de Regulación de Empleo con cifras salvajes que disfrazan de números la realidad palpable de las muchas familias que lo van a pasar mal.
En una crisis mayor de la esperada y mucho mayor de la anunciada por el Gobierno -con lo que las escasas medidas tomadas son claramente insuficientes-, parece inevitable recurrir a la teoría del mal menor. Abaratar el despido, establecer un ERE o subir menos los salarios puede ser, para una empresa, la diferencia entre cerrar y no cerrar. De modo que, aunque a los del despido barato les cueste un quebranto, a los que no han sido despedidos les viene bastante mejor la nueva situación que si la compañía al completo hubiera presentado suspensión de pagos.
Pero en Economía nada es blanco ni negro. Si todos los empresarios fueran justos y buenos, la población sabría que los ERE, despidos baratos y sueldos bajos sólo se emplean cuando son realmente necesarios. Por desgracia, la realidad no se le parece demasiado. Hay empresas que recurren a la medida de echar trabajadores porque no les queda otra. Hay otras muchas que han visto en esta crisis la oportunidad de limpiar impunemente sus plantillas y recortar por una línea de puntos que a alguien, en un departamento muy lejano, se le ocurra, sin tener en absoluto en cuenta si esos trabajadores trabajaban o no. Quitarse de encima empleados aligera sensiblemente las cuentas de la compañía y garantiza a los directivos que podrán presentar unas cuentas relativamente saneadas para que sus inversores estén tranquilos. Los despedidos no lo estarán tanto.
Otro problema es que muchas estrategias de despido masivo planteadas durante las crisis no funciona porque aunque aligeran las cuentas, no actúan sobre puestos de trabajo poco productivos -esos muchos que cobraban mucho y que habían ido adquiriendo cargos reales o creados ad hoc en los años de bonanza-. Como las indemnizaciones que tendrían que pagarles son mayores, aunque los gastos habituales son elevados, no sólo por los sueldos sino por otros añadidos como dietas o coches oficiales, a las compañías, que andan muy cortas de liquidez, les sale más barato prescindir de los remeros del barco, los trabajadores de a pie, con lo cual la productividad de las empresas, que no es precisamente la cualidad que resalta en las españolas, se hunde todavía más.
La flexibilización del mercado laboral no sólo es necesaria, es imprescindible en el anquilosado sistema español. Despidos libres, pero facilidad para encontrar otros puestos y, sobre todo, justicia. Es decir, que el que de verdad trabaja sepa que no tiene que tener la caja de cartón bajo la mesa porque es el que no produce es el que tiene sus días contados. Hoy por hoy, en España, la mayoría de las empresas son incapaces de pensar en esos términos.
María Solano
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