En el valle de la muerte
MÒNICA BERNABÉ desde Camp Blessing (Afganistán)
26 de abril.- Shaesta dice que un anuncio de televisión en una cadena estadounidense le hizo replantearse su vida. "Para reconstruir Afganistán, necesitamos mujeres cualificadas que hablen dari y pashtu [las dos lenguas oficiales del país]" decía el spot publicitario, acompañando de fotografías de criaturas desvalidas. Shaesta nació en Afganistán, pero huyó del país en 1981, al inicio de la invasión soviética. Entonces ella era una adolescente, tenía 15 años, pero asegura que recuerda como si fuera ayer lo que ocurrió.
"Kabul era una ciudad moderna. Los hombres vestían traje y las mujeres, ropa occidental, incluso faldas por encima de la rodilla y no llevaban velo en la cabeza", relata. "Había bonitos parques y la gente era educada". Con la invasión de Afganistán por la URSS en 1979, empezaron los problemas, asegura. "Los soviéticos perseguían a la gente adinerada o religiosa y la metía en la cárcel sin ningún motivo".
Su familia huyó de Kabul. Primero fue a Pakistán y para ello tardó una semana, a pesar de que el trayecto se hacía sólo en siete horas. Solamente podían viajar de noche, pues si los atrapaban, su vida corría peligro. Y desde Pakistán volaron a Estados Unidos. Shaesta vive allí desde entonces. Concretamente en Virgina, uno de los estados, junto con California y Nueva York, donde se concentra buena pare de la comunidad afgana en ese país.
Shaesta, en la base estadounidense de Camp Blessing, donde trabaja actualmente en el este de Afganistán. | Mónica Bernabé
Shaesta regresó a Kabul en el 2005, 24 años después, y asegura que se quedó petrificada. "No pude reconocer ni el lugar donde estaba antes mi casa", afirma. Como consecuencia de la guerra, buena parte de la capital afgana quedó completamente destruida y las zonas que se han reconstruido no tienen nada que ver con el pasado, dice ella. "Ahora los edificios son de estilo pakistaní, con grandes ornamentos. Todas las mujeres llevan velo y los hombres visten el tradicional 'shawar kamise'".
Ese viaje y los relatos sobre la violación de los derechos de las mujeres en Afganistán, le hizo plantearse que debía ayudar de alguna manera a su gente. Y el anuncio de televisión acabó por convencerla de que no se podía quedar más de brazos cruzados.
Shaesta trabaja desde enero como traductora para las tropas estadounidenses en Afganistán. Ahora está en la base de Camp Blessing, en la provincia de Kunar, en el este del país, y destaca por ser la única mujer afgana en un complejo militar donde básicamente hay hombres: casi 300 militares, de los que sólo seis son mujeres.
"Me llevó casi cuatro años convencer a mi familia para que me dejaran aceptar el trabajo", confiesa. Shaesta está casada y tiene una hija de 19 años. También dice que no conoce ninguna ONG u otro organismo en Afganistán para los que poder trabajar y no tener que hacerlo para las fuerzas norteamericanas.
Desde que llegó al país, admite, todavía no ha tenido la oportunidad de poder hablar con las mujeres afganas para poder ayudarlas con sus problemas, que era su objetivo inicial. "De momento sólo he tenido que hacer entrevistas al personal afgano que trabaja en las bases norteamericanas. Todos hombres. Y también he estado en Torkham, en la frontera de Afganistán con Pakistán, registrando a las mujeres, pero no puede conversar con ellas". Reconoce que las afganas se extrañaban de verla allí, siendo mujer, afgana, pero parapetada con casco y chaleco antibalas como las fuerzas estadounidenses.
A pesar de ello, Shaesta asegura que está contenta. "Pensaba que sería mucho peor y más peligroso", comenta. Y además, le pagan un sueldazo: unos 200.000 dólares al año (160.000 euros), 20 veces lo que cobra un traductor afgano contratado en Afganistán, y no en Estados Unidos, para trabajar para las tropas norteamericanas.
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