lunes, 4 de mayo de 2009

EL AMOR, FUERZA DE LA DEBILIDAD


Ser el más fuerte, superior, ser agresivo, presionar, competir, ganar… ¿quién no sueña con vencer? A veces hasta nos traiciona el lenguaje. Así decimos y escuchamos con aprobación expresiones como: “le he podido”, “dale caña”, “y tú más”, “no seas blando/a”, “sé fuerte”, “aguanta”, “no cedas”, “un tipo duro”, “mujer de armas tomar” y cientos de ellos más. También los modelos lanzados por los mass media ensalzan al fuerte que, poco a poco, hemos ido identificando con la persona vencedora y superior. De todos son conocidos estereotipos como el “ejecutivo agresivo” o el “superhéroe al ataque” que, en distintos planos, alimentan el secreto deseo de superioridad.

Uno de los muchos problemas que aquí se esconden nos habla de la identificación de la fortaleza con la fuerza y ésta con la violencia. Quizá tan desmedido afán por dominar a los otros esconde identidades sumamente débiles, quizá… Para los cristianos, esta identificación resulta especialmente peligrosa. Nada más lejano para nuestra fe que un Dios dominante o violento. Hemos acogido la Palabra hecha carne, al Crucificado Resucitado. ¿Cómo podríamos dejarnos seducir por ídolos de violencia y dominio sin traicionarle?

El Evangelio no deja lugar a dudas, pero necesitamos siempre un recuerdo vigoroso que nos ayude a permanecer en la senda de Cristo. Los místicos son, entre estos recuerdos vivos, de los más altamente cualificados. La palabra y la vida de Juan de la Cruz resultan en este aspecto, ¡como en tantos otros!- especialmente luminosos.

Quizá no gustaría fray Juan de un relato pormenorizado de su vida y obra. No obstante, es preciso recordar que el corazón sensible y delicado de Juan fue simultáneamente el del hombre misericordioso con sus enemigos, fuerte en su fidelidad, contemplativo aun en la cárcel. Y no es poca fortaleza la que se necesita para vivir en el perdón y la misericordia cuando arrecian la persecución, la hostilidad.

Generoso como siempre, fray Juan no duda en compartir el secreto de su fortaleza:

“El alma enamorada es alma blanda, humilde y paciente” (Dichos 29).

A los ojos de nuestro mundo quizá esta descripción sólo vale para el perdedor, el débil, para idealistas o niños. Sin embargo, estamos ante la clave de la enorme fortaleza que requiere la no violencia: el amor. Sólo quien ama todo lo espera, todo lo soporta, todo lo excusa… (1 Cor 13). Así Dios. Si la fe mueve montañas, el amor las escala porque nada le parece obstáculo para seguir amando.

Nadie tenga miedo de malinterpretar a Juan de la Cruz. Él sabe, contra toda ñoñería, cómo entender esta frase porque vive en la más íntima relación con Aquel que se hizo carne y fue crucificado por amor a toda la humanidad. Juan no nos ofrece ninguna receta mágica, tan sólo un criterio para discernir nuestra vida de seguimiento. Quien camina por las sendas de la contemplación irá descubriendo al Dios “todo-amoroso” que nos regala a su propio Hijo y que sigue acercándose con respeto, suave, reconciliador, que invita sin imponer, que acoge sin dominar. El Dios que se hace todo nuestro para que seamos totalmente suyos en una relación de amor, entrega y donación.

Para saber qué significa alma enamorada, nada mejor que mirar a Jesucristo, el hombre humilde y paciente como sólo Dios puede serlo con la humanidad. Jesús vive profundamente enamorado, abismado en el misterio divino que es misterio de amor creador, perdón y misericordia inagotables. Por eso toda su vida, su persona entera nos abre el secreto del corazón de Dios. No se trata de un ser aislado, de una superioridad prepotente o avasalladora. Jesús nos muestra que Dios es Abbá, abismo de amor paterno-materno, fecundo, reconciliador, que todo lo recrea y renueva. En ese abismo no existe el aislamiento. Dios se nos muestra en Jesús comunión de amor infinita que se irradia y se expande, que se comparte gratuitamente.

Jesús es el hombre enamorado por excelencia. Enamorado de la humanidad y de la vida, enamorado de la belleza porque es el Hijo, el que todo lo recibe del Abbá y que sólo quiere su voluntad todomisericordiosa. Él es el Hijo que pasa por el mundo curando, acogiendo, perdonando, bendiciendo, creando fraternidad, anunciando la palabra de gracia de Dios. En su rostro descubrimos la mirada de Dios mismo que contempla el dolor del mundo y fija sus ojos llenos de ternura sobre cada persona necesitada de salvación. Por eso, porque el amor de Dios es así, tan suave y humilde, tan paciente y tan respetuoso, los verdaderos amadores de Jesús han de ser así, personas enamoradas de Dios y de la humanidad, cuya única fuerza es el amor, siempre recibido de Cristo porque siempre, siempre, nos precede la gracia.

Somos fruto del don eterno del Padre en su Hijo, milagros de la gracia que transforma nuestra carne en carne de hijos e hijas, carne fraterna y divinamente humana. Hemos recibido el Espíritu divino, el mismo de Jesucristo, el que une a Padre e Hijo en perfecto lazo de amor eterno. ¿Acaso se puede necesitar otra fuerza? La fuerza que necesitamos es la fuerza sobre nosotros mismos para no entrar en la lógica del egoísmo y la violencia, la lógica de la dominación que nos domina. Sencillamente.

Quizá tendríamos que reconocer cuántas veces invocamos al Señor intentando, sin reconocerlo, que él supla nuestras debilidades e impotencia. Así cultivamos una relación falsa que busca sustituir con Dios la natural debilidad humana. Queremos ser dioses, esa es la verdad, y por eso proyectamos en Él la fantasía de omnipotencia que soñamos para nosotros mismos. Pero no, Dios no lo puede todo, Dios no puede no amar, como tampoco puede destruir la vida. Jesús lo muestra con toda claridad. Ciertamente terminará en la cruz, ¡el amor de Dios crucificado! porque los seres humanos preferimos la violencia y la mentira. Sin embargo, la vida y el amor de Dios no mueren, sino que se manifiestan victoriosos en la resurrección. Así, paciente y humilde, vence Dios en Jesús: no duda en morir por amor y amando, para caer en las manos amorosas del Padre. Ni siquiera la resurrección se impone, sino que la testimonian quienes, como la Magdalena, esperan y aman al Maestro a pesar del fracaso y la condena.

Nuestro mundo vive atenazado por demasiadas esclavitudes. Demasiadas. La dureza y el dominio contaminan las relaciones desde lo más pequeño hasta lo estructural. Y esa inhumana “voluntad de poder” nos ofusca. En Cristo descubrimos que la omnipotencia de Dios es el poder de su amor, un amor que se abaja hasta pasar por uno cualquiera y morir una muerte de esclavo, pero esclavo sólo de su amor infinito. Necesitamos encontrarle a Él, contemplar su rostro en el silencio de la oración, en la mirada de los pobres y necesitados, en la comunidad reunida por Él, en los lugares donde una voz clama por la justicia o el perdón… necesitamos enamorarnos de Jesús y de la humanidad a la que desea dar vida. Sólo así podremos descubrir que el corazón de Dios, el Omnipotente, es humilde, paciente y delicado porque su corazón es Amor que vence incluso a la muerte. ¿Hay acaso mayor poder que el de su Amor?

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