La última ciudad egipcia, Abu Simbel, de origen nubio, alberga uno de los templos mejor conservados del país. Levantado por Ramsés II, fue rescatado roca a roca en los años 60 para no morir anegado bajo las aguas del lago Nasser. Allí se obra un 'prodigio' dos veces el año.
Cada 22 febrero (y cada 22 de octubre también) se obra el milagro: los rayos del sol atraviesan el templo de Ramsés II en Abu Simbel (la última ciudad de Egipto, al sur), rendija a rendija, jeroglífico a jeroglífico, hasta llegar al santuario del fondo. Una vez allí, se iluminan tres de las cuatro estatuas de las deidades a las que venera el momumento: Ptah, Amón-Ra y Ramsés-Ra. La cuarta, la del Dios de la Oscuridad, permanece en penumbra, haciendo honor a su nombre, por obra y gracia de la exquisita ingeniería que gastaban los antiguos egipcios.
Concretamente, los que trabajaban bajo las órdenes de Ramsés II, conocido por su talante mujeriego (tuvo decenas de esposas y cientos de hijos), guerrero (doblegó a los hititas, nubios...) y egocéntrico, ya que se dedicó a borrar los nombres de sus antecesores en los monumentos para poner el suyo. Eso dice la leyenda.... y los resabiados guías que acompañan al turista en su periplo por estas tierras nubias, a 50 kilómetros de Sudán y en medio del desierto. Entre carreteras salpicadas de adelfas y otras flores, jardines, casitas casi de muñecas de colores cálidos, techos abovedados y suelos de arena, gente amable, alta, de ojos claros y tez oscura, como corresponde a la ancestral civilización nubia, de origen agrario y comercial.
De vuelta al templo, lo más asombroso es que el fenómeno de las luces y las sombras se siga manteniendo hoy en día, pese a que el edificio fue totalmente trasladado de su lugar original, roca a roca, tras la construcción de la Presa de Asuán en los años 60. El objetivo era que no quedase anegado bajo las aguas del lago Nasser, por lo que se movió 200 metros de la orilla.
Pánico al faraón
El desplazamiento retrasó el milagro un día: al 21 de febrero y octubre. ¿Por qué esas fechas? Según los historiadores, porque es cuando Ramsés II nació y accedió al trono. El dato lo tuvo en cuenta el personal que se ocupó del traslado durante cuatro años (y a razón de 30 millones de euros). El esfuerzo fue sobrehumano, ya que tuvieron que cortar el templo bloque a bloque (y cada uno pesaba 25 toneladas), transportarlo y recolocarlo igual que antes, incluida la cabeza caída de una de las estatuas de la fachada.
Hasta tal punto temían a Ramsés II sus súbditos que nunca le dijeron que la cabeza de una estatua se había caído.
Hasta tal punto temían a Ramsés II sus súbditos que nunca le dijeron que la testa se había desprendido del cuerpo apenas unos años después de su inauguración. Pero esto era el sur, el más allá... y el faraón nunca volvería a poner un pie allí. De vuelta al siglo XX, los arqueólogos y demás expertos también debieron reproducir el entorno del templo, para lo que incluso crearon una montaña artificial que emulara al anterior emplazamiento. No en vano, el significado de Abu Simbel no es otro que montaña pura.
Pero el templo de Ramsés II no estaba solo... A su lado, impertérrito, se sitúa el que dedicó a una de sus muchas mujeres, Nefertari. Más pequeño, sí, pero igual de impactante, con sus estampas de la reina honrando a los dioses y las seis estatuas de la fachada examinando al intruso. Y hubo que moverlo también...
De esta forma, y gracias al llamamiento internacional que hizo la UNESCO, pudo salvarse una veintena de monumentos desperdigados por la orilla del Nilo, en la llamada Nueva Nubia, que abarca el sur de Egipto y el norte de Sudán. El gobierno egipcio, en agradecimiento, donó algunos de ellos, como el templo de Debod, que emerge orgulloso en los jardines de Rosales de Madrid, a unos pasos de la céntrica Plaza de España. Otros, en cambio, no tuvieron la misma suerte, y sus restos permanecerán, por los siglos de los siglos, bajo las aguas.
La Macarena y hasta el Porompompero
De ese destino tuvieron que escapar más de 100.000 nubios tras la construcción de la presa, emigrando a tierras altas, cerca de Asuán o incluso más al norte. Por eso, entre el bullicio del zoco de Asuán no es raro que una niña clave su mirada azul en el turista para que le compre unas especias. O 10 marcapáginas «a sólo un euro». O le cante la Macarena y hasta el Porompompero al intuir su origen español.
El gobierno egipcio donó algunos de los templos salvados de las aguas, como el de Debod, en el centro de Madrid.
Los niños de Abu Simbel se dedican, en cambio, a los quehaceres de su edad: jugar a la pelota entre dos calles, ir a la escuela, merendar al lado del río... Es un lugar mucho más tranquilo, y se nota en el ritmo de la gente, su carácter apacible, los paseos. El turismo desmedido ha llegado al pueblo, claro está, pero se limita a los templos, a tan sólo dos kilómetros, suficientes para que el negocio se quede allí. De hecho, la mayoría de los extranjeros suele cruzar Abu Simbel de pasada en coche, únicamente para llegar a los monumentos. Vienen, ven y se van... después de haber recorrido casi 300 kilómetros, la distancia que les separa de Asuán, la última parada de los famosos cruceros por el Nilo.
Todo eso no quita para que los beneficios económicos del turismo redunden en Abu Simbel. Y se nota en las carreteras asfaltadas, los parques públicos, los niños de uniforme camino a clase, la amplia red de telefonía, los bancos... En definitiva, un oasis en medio del desierto, impensable hace ya dos siglos, cuando salió del olvido casi por casualidad. La culpa la tuvo el explorador italiano Belzoni, que no descansó hasta encontrar entre la montaña de arena en la que estaba sepultado (literalmente) el templo una pequeña mirilla que le condujese hasta él.
Isabel García
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